«En el año 2008
Uruguay comenzaba a ver la luz al final del camino hacia el propósito de
reducir las muertes por abortos provocados en condiciones de riesgo. En un contexto de ilegalidad, se empezaban a
contemplar los derechos de las pacientes a recibir, al menos, asesoramiento
adecuado y asistencia para no morir en el proceso de aborto en condiciones de
riesgo (de allí el nombre de “Iniciativas Sanitarias contra el aborto provocado
en condiciones de riesgo”). Faltaban
varios años para que la actual ley de interrupción voluntaria del embarazo
fuera una realidad.
El período previo
estaba teñido de absoluto oscurantismo; las pacientes que concurrían por
abortos clandestinos complicados a los hospitales, no solo eran juzgadas como
partícipes de una acción clandestina, sino que eran denunciadas de inmediato a
la policía por el personal médico. El
resultado era que las pacientes no concurrían sino in extremis a las
instituciones de salud. Esto agravaba la
mortalidad, principalmente en pacientes de bajos recursos que accedían a
abortos en las peores condiciones.
Los médicos tomamos
conciencia de que éramos parte sustancial de esa maquinaria, y que contribuíamos
en gran medida a las muertes maternas. Fue entonces cuando nos preguntamos: ¿es
posible incumplir una orden judicial en
defensa del secreto profesional?
En 2008 iniciamos
la campaña sobre el deber y la obligación del secreto médico y la
confidencialidad, a efectos de empoderar a las pacientes en sus derechos y
recordar a los médicos y médicas su obligación como profesionales. Sin embargo,
muchas palabras no serían suficientes para persuadir a las pacientes a que
confiaran en nosotros, ya que durante décadas habían estado expuestas a
denuncias seguras y criminalización de su decisión.
Durante ese 2008
yo me desempeñaba como ginecólogo de guardia del Hospital de la Mujer, en el
Centro Hospitalario Pereira Rosell.
Recuerdo que en
el mes de mayo, trece pacientes me fueron derivadas para que verificara si habían sido sometidas a maniobras abortivas o
no. Algunas de ellas
vinieron, además, con la orden judicial de realizarse exámenes paraclínicos, a
efectos de enviar los resultados a la justicia.
Ninguna de ellas tenía
el más mínimo conocimiento de sus derechos; consideraban que estaban obligadas
por la justicia y la policía a someterse a un examen físico obligatorio.
Le pregunté a las mujeres si solicitaban que
las atendiera como pacientes, y al recibir una respuesta afirmativa, procedí a
retirar de inmediato al guardia policial presente y responder a la juez
actuante que me amparaba en el secreto profesional; que las pacientes no me
habilitaban a transgredirlo, por lo que procedía a la asistencia médica de las
mismas, solicitando que, a los efectos judiciales, se refiriera a los peritos
del Instituto Técnico Forense.
Mediante orden judicial, la dirección del hospital fue
intimada a enviar las historias clínicas de las pacientes. La dirección
consultó al cuerpo de abogados de ASSE[*] si
debían hacerlo no, sin el consentimiento de las mismas.
De cinco abogados,
cuatro contestaron que las historias clínicas de aquellas mujeres debían ser
enviadas. Solo uno de los juristas dijo que no.
Fui imputado por incumplimiento de orden judicial por
la juez actuante, a la que contesté en la audiencia que dado que la violación
del secreto profesional es un delito penal, una jueza de la nación no me podía
forzar a cometer dicho delito. Con apoyo de las organizaciones no
gubernamentales del momento, incluida Iniciativas Sanitarias, organizaciones de
mujeres y de profesionales, y dado el estado público que el tema tuvo en la
prensa, luego de largas horas, la causa contra mí fue cerrada.
Lo ocurrido sirve para poner de manifiesto que a la
hora de hacer historia, siempre un hecho vale más que mil palabras. Aquel hecho
político que tomó estado público no sólo puso en evidencia que el tiempo de las
denuncias de médicos a pacientes había llegado a su fin, sino que, como médicos
nos proponíamos defender el secreto médico a ultranza. También sirvió para dejar
en claro que una orden judicial no es la justicia, y que la ética debe ser
defendida por encima de la legalidad.
Las pacientes recuperaron la confianza. Comenzaron a
consultar cada vez con más frecuencia para asesorarse ante situaciones previas
y posteriores a un aborto, lo cual constituía la estrategia de aquel entonces.
Como
profesionales, aprendimos que el secreto médico es un deber del médico en
respuesta a un derecho fundamental del paciente, y es uno de los pilares sobre los que descansa la
relación entre médico y paciente, y que, sin tal garantía de confianza el propio ejercicio de la medicina sería
imposible.
Fuimos
conscientes de que violar nuestro deber de confidencialidad constituye un riesgo para la salud de las
personas quienes, susceptibles de ser comprometidas legal o públicamente,
tienden a ocultar datos necesarios para el diagnóstico y el tratamiento.
Los médicos
aprendimos a reclamar a la justicia que recurra a sus propios medios -los
peritos- para investigar un posible delito, sin coaccionar al profesional a
romper su deber de fidelidad para con sus pacientes.
Vale recordar, además, que el secreto profesional se
extiende a todos los que tengan contacto con las pacientes, incluido el
personal no médico y la propia dirección del hospital. Lamentablemente, la dirección de aquel
momento, rodeada de dudas, no envió las historias clínicas que la justicia
solicitaba, pero sí reveló los datos y un resumen de la historia de las mujeres,
violando la confidencialidad de las pacientes de todas formas.
Por otra parte, la ley[†]
obliga y ampara el secreto médico. El médico está obligado a no revelar ni
denunciar situaciones que puedan exponer a su paciente a un proceso penal o
que le causen perjuicios, y no puede ser relevado de su secreto por ninguna
autoridad, ni siquiera la judicial.
El secreto médico
es la “punta de la madeja” en la lucha por la defensa de la vida de las
mujeres. Sea cual fuere el estatus legal frente al aborto de un país,
nada se puede lograr si no empezamos por defender el secreto médico y la
confidencialidad.
Cuando los
médicos aceptan ser instrumentos para perseguir delitos o se proponen
“aleccionar moralmente” a las mujeres, se agrava la situación del aborto,
fundamentalmente, para aquellas más vulnerables psicológica y socialmente.
Sea cual sea el
marco legal, en el ámbito del consultorio y el asesoramiento, los médicos
tenemos el deber de transmitir la información de la forma más exacta para que
las mujeres tomen sus propias decisiones, siempre en el ámbito de la ley.
Este modelo de
atención, sobre estos pilares, pretende ser nuestra contribución como
profesionales desde Uruguay y ha sido compartida en los múltiples foros
latinoamericanos en los que me tocó asistir.
Partiendo de la
práctica hacia la teoría, los aspectos éticos son comprendidos mucho más
fácilmente».
Dr. Francisco Cóppola
Ginecólogo y Profesor Agregado de Ginecología y Obstetricia. Durante varios periodos, fue representante de Uruguay en el Comité contra el aborto en Condiciones de Riesgo de la Federación Latinoamericana de Sociedades de Obstetricia y Ginecología. Past President del Consejo Arbitral del SMU- Ex miembro del Comité de Ética del Colegio Médico- Past President. de la Sociedad de Ginectocología de Uruguay.
[*] Asociación de Servicios de Salud del
Estado
[†] En
Uruguay, el artículo 302 del Código Penal alcanza a todas las profesiones; el
artículo 4to. del Decreto Nº 258/992 aplica a Reglas de Conducta Médica y
Derechos de los Pacientes, y el artículo 220 del Código del Proceso Penal N°
15032.
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